El Rey sanciona la Constitución. |
Una Constitución agotada. Esta semana se celebra el 35
aniversario de la Constitución de 1978. No estamos entre los que la
votaron en su día.
Nos pareció ya entonces que el pacto constitucional traía una democracia amañada por los poderes "fácticos" del Franquismo, para los que los derechos civiles y sociales eran una concesión a cambio de mantener su poder económico capitalista, negar el derecho de autodeterminación de los pueblos ibéricos e imponer la monarquía borbónica.
Hoy es evidente que tanto el pacto social como el pacto territorial implícitos en la Constitución de 1978 se han roto unilateralmente por las clases dominantes. Las políticas de austeridad neoliberales impuestas a marchamartillo desde mayo de 2010, primero por el PSOE y después por el Gobierno del PP, están desmantelando los derechos sociales que articulan el estado de bienestar.
La reforma express de la Constitución en 2011 sitúa además los derechos de los acreedores de la deuda pública por delante de los derechos sociales recogidos en el texto de 1978. El rechazo por el Tribunal Constitucional de las reformas de los estatutos del País Vasco, primero, y de Cataluña, después, han abierto una dinámica involucionista y centralista del estado autonómico que, no solo no reconoce el derecho democrático a decidir su futuro político de los pueblos, sino que a través de la crisis fiscal esta ahogando el gasto social transferido a los gobiernos autonómicos, de los que depende la sanidad, la educación y las ayudas a la dependencia.
Inevitablemente, el debate político se plantea de nuevo en términos de reforma o de ruptura, pero ahora la "reforma" no es más que el mantenimiento del status quo del régimen de la Segunda Restauración Borbónica. En realidad, una distópia reaccionaria, porque las políticas de austeridad, la crisis fiscal autonómica, la corrupción institucional y la creciente falta de legitimidad de la monarquía hacen imposible esa "estabilidad inestable", que implica además 26% de paro, 23% de pobreza y la mitad de los jóvenes fuera del mercado laboral.
La crisis del régimen, a pesar de la resistencia social, será larga por la falta de una alternativa política creíble desde la izquierda, cuya construcción, la falta de audacia programática, la división organizativa y el sectarismo hacen difícil levantar.
Pero a medio y largo plazo, la crisis del régimen de la Segunda Restauración Borbónica, de la Constitución de 1978-2011, no tiene otra salida que la ampliación y el ejercicio del derecho a decidir en un nuevo proceso constituyente capaz de satisfacer las necesidades sociales y las aspiraciones de libertad nacional de los pueblos ibéricos.
El ejemplo más reciente de la podredumbre institucional del régimen ha sido la renovación del Consejo General del Poder Judicial. El art. 122 de la Constitución estableció este órgano de autogobierno de los jueces como garantía de la independencia judicial y la separación de poderes.
Después de una serie de leyes orgánicas que han actuado como reformas constitucionales en la práctica, la Ley Gallardón establece que el CGPJ responderá a lo que decida una sola de las cámaras en la que sea posible mantener el pacto de régimen bipartidista y alcanzar una mayoría de tres quintas partes.
Una ley para seguir aplicando el reparto bipartidista actual a la justicia incluso cuando, como es previsible, este deje de existir en el Congreso de los Diputados y se refugie en un Senado antidemocrático en su forma de elección.
A su carácter antisocial, sobre todo después de la reforma express de 2011 de la Constitución, a su negación del derecho de autodeterminación y de imposición de la monarquía borbónica, se suma ahora la falta de independencia del poder judicial.
Es decir, proteger la corrupción que ha generado el bipartidismo y que se extiende a la monarquía, con un blindaje del órgano de gobierno de los jueces y los tribunales.
Solo falta que esos mismos tribunales hagan una interpretación "estricta" de la nueva Ley de Seguridad Ciudadana, la ya infame Ley Fernandez, para que pasemos de una "democracia blanda" a un régimen oligárquico duro.
Hay que impedirlo. Ejercer nuestros derechos y decidir por nosotros mismos.
Nos pareció ya entonces que el pacto constitucional traía una democracia amañada por los poderes "fácticos" del Franquismo, para los que los derechos civiles y sociales eran una concesión a cambio de mantener su poder económico capitalista, negar el derecho de autodeterminación de los pueblos ibéricos e imponer la monarquía borbónica.
Hoy es evidente que tanto el pacto social como el pacto territorial implícitos en la Constitución de 1978 se han roto unilateralmente por las clases dominantes. Las políticas de austeridad neoliberales impuestas a marchamartillo desde mayo de 2010, primero por el PSOE y después por el Gobierno del PP, están desmantelando los derechos sociales que articulan el estado de bienestar.
La reforma express de la Constitución en 2011 sitúa además los derechos de los acreedores de la deuda pública por delante de los derechos sociales recogidos en el texto de 1978. El rechazo por el Tribunal Constitucional de las reformas de los estatutos del País Vasco, primero, y de Cataluña, después, han abierto una dinámica involucionista y centralista del estado autonómico que, no solo no reconoce el derecho democrático a decidir su futuro político de los pueblos, sino que a través de la crisis fiscal esta ahogando el gasto social transferido a los gobiernos autonómicos, de los que depende la sanidad, la educación y las ayudas a la dependencia.
Inevitablemente, el debate político se plantea de nuevo en términos de reforma o de ruptura, pero ahora la "reforma" no es más que el mantenimiento del status quo del régimen de la Segunda Restauración Borbónica. En realidad, una distópia reaccionaria, porque las políticas de austeridad, la crisis fiscal autonómica, la corrupción institucional y la creciente falta de legitimidad de la monarquía hacen imposible esa "estabilidad inestable", que implica además 26% de paro, 23% de pobreza y la mitad de los jóvenes fuera del mercado laboral.
La crisis del régimen, a pesar de la resistencia social, será larga por la falta de una alternativa política creíble desde la izquierda, cuya construcción, la falta de audacia programática, la división organizativa y el sectarismo hacen difícil levantar.
Pero a medio y largo plazo, la crisis del régimen de la Segunda Restauración Borbónica, de la Constitución de 1978-2011, no tiene otra salida que la ampliación y el ejercicio del derecho a decidir en un nuevo proceso constituyente capaz de satisfacer las necesidades sociales y las aspiraciones de libertad nacional de los pueblos ibéricos.
El ejemplo más reciente de la podredumbre institucional del régimen ha sido la renovación del Consejo General del Poder Judicial. El art. 122 de la Constitución estableció este órgano de autogobierno de los jueces como garantía de la independencia judicial y la separación de poderes.
Después de una serie de leyes orgánicas que han actuado como reformas constitucionales en la práctica, la Ley Gallardón establece que el CGPJ responderá a lo que decida una sola de las cámaras en la que sea posible mantener el pacto de régimen bipartidista y alcanzar una mayoría de tres quintas partes.
Una ley para seguir aplicando el reparto bipartidista actual a la justicia incluso cuando, como es previsible, este deje de existir en el Congreso de los Diputados y se refugie en un Senado antidemocrático en su forma de elección.
A su carácter antisocial, sobre todo después de la reforma express de 2011 de la Constitución, a su negación del derecho de autodeterminación y de imposición de la monarquía borbónica, se suma ahora la falta de independencia del poder judicial.
Es decir, proteger la corrupción que ha generado el bipartidismo y que se extiende a la monarquía, con un blindaje del órgano de gobierno de los jueces y los tribunales.
Solo falta que esos mismos tribunales hagan una interpretación "estricta" de la nueva Ley de Seguridad Ciudadana, la ya infame Ley Fernandez, para que pasemos de una "democracia blanda" a un régimen oligárquico duro.
Hay que impedirlo. Ejercer nuestros derechos y decidir por nosotros mismos.
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